Tribunas

La Fiesta de cada Domingo

 

 

Ernesto Juliá


El Papa Francisco celebrando la Santa Misa.

 

 

 

 

 

He leído hace algún tiempo un artículo de un escritor alemán que manifestaba su preocupación ante el peligro de que el Domingo acabase siendo un día laborable más.

Hoy en día esos temores se han convertido en una realidad bastante generalizada. No solamente los trabajos indispensables el convivir ciudadano: conductores de autobuses, taxis y otros servicios semejantes, empleados de restaurantes, bares, etc., las gasolineras, etc.; hoy resulta casi normal ver en día de Domingo tiendas de todo tipo abiertas de par en par, albañiles reconstruyendo alguna casa, jardín, etc. y no es tampoco escaso el número de personas que se aburren los domingos si no hacen algún tipo de trabajo.

Ciertamente, el trabajar forma parte de la vida ordinaria de cualquier ser humano, hombre o mujer; “cuidar la tierra” fue el encargo que Adán y Eva recibieron de Dios, a la vez que les animaba a “creced y multiplicaros”. Y ya desde muy temprano en su historia, el hombre vivió el “descanso sabático”, en recuerdo del descanso de Dios en la creación.

El Domingo, y lo pongo con mayúscula para distinguirlo de los demás días de la semana, es para los cristianos la fiesta de Dios y la celebramos con Dios viviendo la Santa Misa. Es un día que une el recuerdo de dos acontecimientos que dan sentido a toda nuestra vida: el descanso del Creador, y el triunfo del Redentor sobre el pecado y la muerte. El domingo es la fiesta que descubre al hombre lo que Dios ha querido hacer creando este mundo; y, a la vez, conmemorando la Resurrección de Cristo es anuncio de un cielo adelantado, que ya se entrevé. Vivido así el Domingo, reconocía el filósofo alemán, como día de fiesta común, se opone a la transformación del pueblo en una cooperativa de producción y de consumo individualista.

Para grabar en el espíritu este sentido de “fiesta con Dios”, la Iglesia invita a vivir el día participando personalmente en la acción litúrgica –la Eucaristía, la Misa- que tiene lugar, de alguna manera, en el cielo y el en la tierra. Vivido así, y después de elevar el alma a Dios, todo el quehacer del cristiano durante el Domingo quedará impregnado de sentido divino y humano a la vez: será fiesta también el descanso, las visitas de familia, acompañar enfermos, reuniones deportivas, culturales, amistosas que pueden llenar el día.

En medio de los ritmos de trabajo y del convivir el hombre necesita un reposo, un pararse en su continuo caminar en el tiempo. Como el sentarse a la vera del camino cuando se está cansado, y aún queda un buen trecho por recorrer. El descanso es del todo necesario; y no sólo para apagar ansias y agobios, y devolver al corazón y a los nervios su ritmo y proceso natural, sino para alargar la mirada, ampliar horizontes hacia el pasado y hacia el futuro. El parón del Domingo nos acerca a la medida de la eternidad con la que hemos sido creados, y nos libera de las estrecheces del reloj, situándonos más allá de la medida del tiempo.

En el silencio dominical de la ciudad, el repique de campanas –aunque ahora se oyen más bien poco- trae a nuestros oídos una sinfonía nueva. Una nostalgia del cielo, después del paraíso, y sin falsas huidas de la presente realidad. Yo veo el descanso cristiano como un revivir esos paseos de Dios con Adán y Eva en un atardecer en el paraíso. Una conversación entre amigos, un encuentro de familia, tienen otro sentido cuando se viven un Domingo convertido en “fiesta del Señor y con el Señor”.

 

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com